Serie Especial: La mente entre disparos
- aitanavargas
- 27 dic 2024
- 14 Min. de lectura
Actualizado: 30 dic 2024
La mente entre disparos
El ocaso mental de la violencia armada
ADVERTENCIA: Este reportaje y algunas descripciones pueden resultar perturbadoras o generar ansiedad en algunos lectores. Si necesita apoyo psicológico, llame al 988 para comunicarse con la Línea Nacional de Prevención de Crisis y Suicidios, que ofrece apoyo emocional gratuito y confidencial las 24 horas del día, los 7 días de la semana.
Este reportaje forma parte de un proyecto anual producido con el apoyo de The Carter Center y copublicado con Los Ángeles Press.
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Apoyándose en su experiencia personal con la violencia armada y los tiroteos masivos, Monte-Angel Richardson se ha embarcado en una misión académica para identificar la raíz de estos problemas y proponer soluciones eficaces, en concreto, de cara a la comunidad latina de Estados Unidos. Para esta californiana, la travesía académica ha dado lugar a un profundo proceso exploratorio, sustentado sobre el compromiso de abordar uno de los problemas más acuciantes que definen la historia moderna del país anglosajón. Sin embargo, conforme profundiza en las trágicas consecuencias que las armas de fuego imponen sobre la población, Richardson aún batalla con las secuelas psicológicas, el trauma y las pesadillas que éstas han tatuado en su vida —una huella indeleble de la devastación que los ataques con armas de fuego y los tiroteos masivos causan a los sobrevivientes y a sus comunidades––.

Por @AitanaVargas
27 de diciembre de 2024
Los Ángeles, California – Monte-Angel Richardson creció bajo el caluroso sol de San Diego, un condado cuya cinematográfica línea costera, playas de arena fina y atracciones turísticas de fama internacional contrastan con el caos de Tijuana, una ciudad situada al sur de la frontera estadounidense dominada por los cárteles mexicanos y considerada una de las joyas mundiales del tráfico de drogas.
La infancia de esta latina se vio profundamente marcada por la presencia de su abuelo, un narcotraficante mexicanoestadounidense que, además de ir armado, exhibía un comportamiento errático y agresivo. En aquella época, sin embargo, Richardson era demasiado pequeña para comprender cómo la presencia de armas en su familia y tres incidentes con la violencia armada en distintos centros académicos esculpirían el resto de su vida.
El primer suceso llegó en 2006, cuando Richardson era tan solo una niña. Un compañero se presentó en la Escuela Secundaria Cajon Park en California con un arma y con la intención de matar a una amiga de la pequeña. La amenaza, sin embargo, no se materializó. Tres años después, cuando Richardson cursaba estudios en la Escuela Secundaria Santana en California, un estudiante llevó un arma al centro coincidiendo con el octavo aniversario de un tiroteo que, en 2001, había dejado dos muertos y trece heridos. El año del tiroteo mortal, el primo de Richardson era estudiante del centro.
“Cuando (yo) era estudiante de secundaria, me di cuenta de que las armas podían desempeñar un papel importante en la escalada de la violencia,” dice Richardson.
Pero fue la masacre de Isla Vista en 2014 la que marcó un punto de inflexión en la trayectoria de Richardson. La joven cursaba el último año de estudios en la Universidad de California en Santa Bárbara (UCSB, por sus siglas en inglés) cuando un hombre británico de 22 años abrió fuego, apuñaló y mató con un vehículo a varios estudiantes y residentes de la zona. El trágico incidente se saldó con seis muertos y catorce heridos. Acto seguido, el agresor se quitó la vida. Aunque Richardson se encontraba practicando senderismo en el Parque Nacional Sequoia en el momento de la masacre, las cicatrices emocionales y las pesadillas vinculadas con esta tragedia le han perseguido hasta la fecha.
“Cuando estás en una comunidad tan unida como esta, el impacto ––tanto si viste lo que ocurrió como si no–– es profundo, especialmente en un entorno escolar”, dice esta latina.
Las experiencias de Richardson se asemejan a las vividas por otros jóvenes a lo largo y ancho del país que también batallan con las desgarradoras secuelas emocionales y el trauma que la violencia armada siembra en las escuelas ––la cual incluye la muerte de compañeros y personal escolar––. Para los sobrevivientes, se trata, con frecuencia, de un prolongado e impredecible camino de recuperación psicológica marcado por un abrumador sentimiento de impotencia acompañado de depresión, trastorno de estrés postraumático (TEPT) y otros síntomas psicológicos.
Pero la violencia armada en las escuelas es, también, una realidad tan difícil de digerir que, a menudo, plantea interrogantes legítimos sobre el derecho a poseer armas codificado en la segunda enmienda de la Constitución de Estados Unidos, el país con la tasa de posesión de armas per cápita más elevada del mundo.
“La idea de que todo el mundo debe tener un arma es un concepto muy estadounidense. Y aunque las consecuencias sean tan perjudiciales para cualquier persona ––pero, en especial, para los niños––, la falta de voluntad para atajarlo es también un problema (característico) de Estados Unidos,” dice Pedro Noguera, decano de la Escuela de Educación Rossier de la Universidad del Sur de California (USC, por sus siglas en inglés).
Para los hispanos, el coste de la violencia armada es alarmante. Según un informe de diciembre de 2023 del Violence Policy Center, los homicidios representaron la segunda causa de muerte para los individuos de entre 15 y 24 años en 2020. La mayoría de las víctimas fueron asesinadas con armas de fuego. Para los jóvenes negros y blancos, los homicidios fueron la primera y tercera causa de muerte, respectivamente.
El informe también indica que, debido a la limitada disponibilidad de datos, se desconoce el verdadero alcance de la violencia armada entre los hispanos. Se sabe, sin embargo, que la cifra es superior a la reflejada en los informes. Un segundo reporte publicado por el Departamento de Justicia de California ese mismo año advirtió, además, que los sobrevivientes de asaltos con armas de fuego presentan un riesgo muy elevado de lesión violenta y muerte.
Aunque Richardson nunca ha recibido un disparo ni ha sido testigo presencial de un ataque, asegura que estas experiencias traumáticas han influido profundamente en su vida y espiritualidad, e incluso la motivaron a emprender una carrera académica dedicada al estudio de la violencia armada, particularmente después del ataque de Isla Vista.
“Aquel incidente fue un gran detonante para mí”, cuenta Richardson. “Considero que mi trabajo para reducir la violencia armada es mi llamado”.
Los brutales asesinatos de Isla Vista acercaron la crudeza, la magnitud y la gravedad de la violencia armada en Estados Unidos a la vida de Richardson. La joven se convirtió en testigo de la estela de devastación que se cirnió sobre esta pequeña ciudad costera, compuesta principalmente por inmigrantes indocumentados y estudiantes transitorios que, como ella relata, “no invierten en el crecimiento a largo plazo del lugar” porque se marchan después de graduarse. La falta de permanencia, aunada a los limitados recursos e infraestructura de la ciudad, situaron a la comunidad entre la espada y la pared para afrontar el caos en el que quedó sumida tras la tragedia.
Cuenta Richardson que, tras el ataque, las autoridades locales reforzaron la presencia policial en Isla Vista. La medida, adoptada de manera unilateral por las autoridades locales sin consultar con la comunidad, sembró gran preocupación en esta latina, quien temía que pudiera acarrear consecuencias devastadoras para la elevada población indocumentada de la región y culminar, incluso, en posibles deportaciones.
El intento de la ciudad por redoblar la seguridad de la comunidad “no la hizo más segura para todos”, opina Richardson. “(La comunidad) estaba muy desempoderada”.
A diferencia de otros estudiantes, Richardson decidió quedarse en Isla Vista y tenderle la mano a la comunidad después de graduarse. No era una actitud inusual en ella. Antes del incidente, ya había trabajado como voluntaria en tareas de recogida de basura de las calles y participado en campañas de concienciación sobre abusos sexuales. A su vez, había trabajado como intermediaria entre la comunidad y el gobierno estudiantil de UCSB. Tras el tiroteo, continuó sus tareas como activista, ayudó a sentar las bases de un centro comunitario, creó una guía de recursos disponible en línea con un listado de negocios locales y organizaciones comunitarias, y se sumó al comité del Distrito de Recreación y Parques de Isla Vista.

Para Richardson, fue “muy inspirador” ver cómo la comunidad construía nuevos lazos de unión, generaba un clima de seguridad y organizaba ceremonias conmemorativas públicas tras la tragedia. “Lo hicimos por nuestra cuenta”, afirma.
El ataque de Isla Vista y la consiguiente movilización comunitaria propiciaron propuestas legislativas y la aprobación en 2014 de la Ley 505, de alcance estatal en California. La medida le exige a las fuerzas del orden locales la creación de medidas para verificar si un individuo ––que potencialmente pueda representar un peligro para sí mismo o terceros–– ha registrado un arma de fuego en el Sistema Automatizado de Armas de Fuego del Departamento de Justicia. Esta verificación sería previa al llamado welfare check (en inglés), o visita domiciliaria, por parte de los agentes.
La Ley 505 representa una de las múltiples medidas adoptadas por California en los últimos treinta años para atajar y prevenir la violencia armada. Los resultados han sido cuantificables: para 2022, el estado dorado registraba la séptima tasa más baja de muertes por armas de fuego del país, según el Departamento de Justicia de California.
Los avances legislativos constituyeron un logro significativo para los residentes de Isla Vista y un reflejo de la fuerza de voluntad y capacidad de resiliencia de una comunidad que se vio acechada y emocionalmente desestabilizada por el frenesí mediático. Era, en palabras de Richardson, una presencia “innecesaria” e “indeseada”.
“Esta es una comunidad muy pequeña y, que se vea invadida por la prensa justo después (de la tragedia), fue muy retraumatizante. Por eso, la gente empezó a poner carteles (diciendo) ‘déjennos sanar’”, recuerda.
Los expertos advierten que las comunidades afectadas por tiroteos masivos se topan con innumerables obstáculos, así como con barreras sociales a corto y largo plazo. Para el primer aniversario de la tragedia, la gran mayoría de comunidades han perdido el apoyo externo y deben valerse por sí mismas.
“Las organizaciones llegan (al lugar del ataque), brindan apoyo, recursos y alivio y luego se marchan, y pasan al siguiente asunto importante”, dice José Alfaro, director de Liderazgo y Compromiso Comunitario Latinx de Everytown for Gun Safety, una organización sin fines lucrativos de alcance nacional.
Para los residentes de Isla Vista, acceder a servicios de ayuda psicológica y a otros recursos esenciales para salir adelante fue un desafío. Según Richardson, existía un clima de “frustración” entre los proveedores de servicios terapéuticos de la universidad porque la ayuda psicológica no se “extendía a los individuos que no estaban afiliados a la universidad”, obligándolos a buscar otras alternativas.
Cuatro años después del tiroteo, Richardson constató que, el tiempo, no había disipado las secuelas emocionales en un elevado número de residentes. Incluso aquellos que no experimentaron la violencia de manera directa todavía lidiaban con estrés postraumático, conductas evasivas, hipervigilancia, y requerían cohesión y apoyo a largo plazo.
Predecir cómo los sobrevivientes afrontarán este tipo de tragedias o evolucionarán con el tiempo puede ser una tarea compleja. Unos seis meses después del tiroteo de Isla Vista, el firme compromiso que Richardson había adquirido con su comunidad comenzó a pasarle factura y a quebrantarle el espíritu. Durante su educación secundaria, la joven ya había experimentado pensamientos suicidas y de autolesión, y temía que estos sentimientos pudieran agudizarse por la cercanía con las armas de fuego. En Isla Vista, la joven alcanzó su “punto de saturación” emocional, hizo las maletas, se trasladó temporalmente al hogar de sus padres y, posteriormente, se mudó a Portland, Oregón, durante tres años.
“Estar en esta pequeña comunidad, ver y rememorar recuerdos traumáticos de todo lo que había ocurrido me estaba traumatizando enormemente”, comenta. “Mis experiencias con la violencia armada tuvieron un impacto en mi salud mental, y lo siguen teniendo hasta el día de hoy. A menudo tengo pesadillas con tiroteos masivos y violencia”.
Pero el hecho de que Richardson, a diferencia de muchos residentes, tuviera un psicoterapeuta antes y después del tiroteo ha facilitado significativamente su recuperación. Sostiene, sin embargo, que las sesiones de psicoterapia individual no constituyen un modelo universal y que, otras formas de sanación, como la comunitaria –– que puede incluir asistir a misa, participar en reuniones religiosas, vigilias o actos comunitarios –– tienden a ser el modelo elegido por los latinos en Isla Vista.
Según un estudio difundido en 2018, las ceremonias conmemorativas iniciadas y dirigidas por estudiantes fueron las más útiles después de un tiroteo masivo, según los estudiantes universitarios encuestados. Aquellos que presentaban traumas infantiles, otro tipo de traumas o síntomas de depresión previos al tiroteo indicaron que, tras la tragedia, experimentaron niveles más elevados de malestar emocional. Otros factores que pueden predecir el desarrollo de problemas psicológicos tras un tiroteo incluyen ser mujer, tener un salario o un nivel educativo bajo, estar desempleado, la exposición directa al incidente, e incluso pasar más tiempo comentando el tiroteo con amigos y familiares.
Algunos expertos en violencia armada también advierten que el estigma asociado con los cuidados y tratamientos psicológicos impide que algunas comunidades reciban esta atención después de un tiroteo masivo. En la comunidad latina, la ayuda psicológica tiende a equipararse con términos peyorativos como la debilidad, la locura o la inestabilidad.
“No estamos culturalmente preparados para buscar esos servicios”, afirma Silvia Villarreal, investigadora del Centro Johns Hopkins de Soluciones para la Violencia Armada.
Para Richardson, entender qué factores culturales y sociales estaban facilitando u obstaculizando la recuperación de Isla Vista se convirtió en un gran interrogante. Al dirigir la vista hacia el exterior, observó que, tras el tiroteo, algunos individuos fortalecieron los vínculos con la comunidad y mostraban una mayor disposición para invertir su tiempo en la recuperación de ésta. Otros, en cambio, se distanciaron u optaron por marcharse. A este interrogante se sumó otra observación: por qué algunos sobrevivientes y residentes desarrollaron un trastorno de estrés postraumático (TEPT), mientras que ella y otros compañeros universitarios experimentaron crecimiento postraumático (CPT).
Desarrollada por R.G. Tedeschi y L.G. Calhoun en 1995, la teoría del crecimiento postraumático sostiene que un individuo puede experimentar cambios psicológicos positivos como resultado de un acontecimiento traumático.
Para Richardson, el crecimiento postraumático ha sido profundamente transformador y, a pesar de haber experimentado algunas adversidades, ha sentado las bases de una carrera académica que arrancó con un máster de Trabajo Social en la Universidad de Michigan y la publicación de casi diez artículos académicos enfocados en los tiroteos masivos, la violencia armada en la comunidad y la violencia extremista.
Ahora, con 32 años, Richardson está ampliando su investigación como estudiante de doctorado en Trabajo Social y Políticas de Salud Pública en la Universidad de Toronto, donde explora la violencia armada en las comunidades latinas marginadas de Nuevo México —un estado que alberga un lugar especial en su corazón, porque aquí vivieron sus abuelos––. Desde 2019, también trabaja para la Universidad de Nuevo México en un puesto que no está relacionado con la violencia armada.
Apoyándose en sus experiencias personales, la investigación de Richardson explora tanto el CPT como la eficacia colectiva, un concepto que describe cómo la confianza de un individuo en las capacidades de un grupo puede contribuir a que el conjunto supere un evento traumático. A través de numerosas entrevistas realizadas en Isla Vista durante los últimos años, Richardson ha examinado la respuesta de los residentes frente a la violencia y el trauma, y cómo tejieron lazos de unión para impulsar iniciativas de desarrollo comunitario, procesar el luto, embarcarse en un viaje de sanación y abogar por cambios constructivos.
“¿Se siente la gente motivada para crear unión y hacer cambios en su comunidad a pesar de las barreras estructurales a las que se enfrenta?” se pregunta Richardson y agrega: “La capacidad de sentir que tienes control sobre tu comunidad fue muy importante para que se produjera (ese crecimiento)”.

La tesis doctoral de Richardson también analiza las barreras y los factores que facilitan la prevención de la violencia armada, las posibles soluciones comunitarias a ésta y las herramientas empleadas por las comunidades latinas marginadas del Valle Sur de Nuevo México para empoderarse y reducirla. En Nuevo México, la violencia armada entre los latinos ha ido en aumento y no da atisbos de frenar. Según datos analizados por el Giffords Law Center, los hispanos representan el 63% de las víctimas de homicidios con armas de fuego del estado.
En un artículo conceptual producido en 2023, Richardson explica que las muertes con armas de fuego en Nuevo México prácticamente se duplicaron durante la última década, una realidad que obligó a los legisladores estatales a implementar medidas preventivas. Sin embargo, la californiana critica que estas medidas, con frecuencia, no están dirigidas a reducir las inequidades estructurales ––como la brecha para acceder a los cuidados médicos, a una educación de calidad, a mejores oportunidades salariales o a ciertas ocupaciones–– que acompañan a este ascenso de la violencia armada en las comunidades latinas.
Sostiene, además, que ahondar en cómo estos factores pudieran estar alimentando la violencia armada permitiría desarrollar medidas e intervenciones adaptadas a las sensibilidades culturales de la comunidad latina de Nuevo México. Con este fin, apela a que se redoblen las líneas de investigación, comenzando con la obtención de datos que describan, de manera matizada, cómo los latinos experimentan la violencia armada. Este último se trata, según su análisis, del área “que más investigación necesita”.
Otra de las preocupaciones de Richardson es que, hasta la fecha, el grueso de la investigación sobre la violencia armada entre las comunidades latinas se ha realizado en contraste con otros grupos raciales o étnicos, lo que ofrece una visión limitada del alcance que tiene en la diversa comunidad latina.
“Esto es preocupante, dada la abrumadora representación de los latinos entre los individuos que resultan heridos o mueren por la violencia de las armas de fuego”, advierte.
De igual manera, Richardson recalca que la comunidad latina está constituida por diversos subgrupos étnicos y culturales, como la comunidad mexicana, peruana o guatemalteca, entre otros. Por tanto, las percepciones de éstas sobre la violencia armada y sobre qué medidas preventivas se requieren para atajarla pueden variar ampliamente entre ellas.
Esta afirmación coincide con las observaciones previas de Alfaro, quien asegura que las respuestas a los tiroteos masivos difieren enormemente no solo entre distintas comunidades, sino también entre distintos individuos, ya que son son una expresión de las necesidades sociales, de los valores culturales y de las barreras lingüísticas que cada persona o grupo pueda enfrentar.
Un ejemplo es el sangriento tiroteo masivo ocurrido en la Escuela Primaria Rob, en Uvalde, Texas, en 2022, el cual se saldó con 21 muertos y puso de manifiesto las barreras sociales y económicas que esta comunidad rural, reservada y de mayoría mexicano-estadounidense, venía experimentando. Además de la falta generalizada de recursos, la población era más vulnerable a la estigmatización social vinculada con la atención psicológica. De ahí, que viraran hacia otros métodos de recuperación emocional.
“La herencia cultural mexicana es distinta y diferente, por lo que no participan en las mismas prácticas de sanación que, por ejemplo, las comunidades puertorriqueñas y dominicanas”, las cuales se caracterizan por desplegar un espíritu celebratorio, acompañado de canciones y danzas ancestrales, explica Alfaro. La respuesta de las comunidades caribeñas a los tiroteos masivos se ha observado, a su vez, entre los sobrevivientes del colectivo LGBTQ+ en Florida.
Aunque Richardson aún no ha completado su etapa doctoral, su directora de tesis en la Universidad de Toronto, la investigadora Carmen Logie, ve un gran valor en el trabajo de su pupila, porque es “un campo que está prácticamente sin explorar”.
Logie alaba, además, que su discípula emplee una metodología de investigación “a la antigua”, ya que Richardson se sumerge en la comunidad del Valle del Sur, construye relaciones y lazos de confianza con los residentes y, posteriormente, les extiende una invitación para participar en el proceso de investigación, que incluye encuestas en línea.
“Cuando tienes una conexión personal y profesional con las comunidades, haces que tu trabajo sea mucho más sostenible”, explica Logie.
Richardson presentará sus hallazgos junto con recomendaciones para prevenir la violencia armada en organizaciones y centros comunitarios del Valle del Sur, en reuniones de vecinos, en residencias para ancianos y en departamentos de policía.
Y cuando, en 2026, Richardson obtenga por fin el doctorado, su inquebrantable voluntad y dedicación académica quizá hayan culminado en una mayor comprensión sobre cómo algunas comunidades latinas de Estados Unidos ––a menudo ignoradas en las conversaciones o debates nacionales–– están lidiando con un problema que, cada año, se cobra miles de vidas, deja familias partidas y asientos vacíos en las aulas de todo el país.
“Siento que, de alguna manera, esto (mi trabajo) tiene un fin espiritual, porque siento que estoy trabajando para abordar un tema que me trasciende”, concluye.
*Monte-Angel Richardson también usa los pronombres elle/es (they/them en inglés) y emplea el término Latine en sus trabajos académicos para referirse a los latinos. Por latinos e hispanos, se refiere a personas de ascendencia latinoamericana.
Recursos de apoyo psicológico y ayuda frente a la violencia armada:
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