Por Miguel Ángel Sánchez de Armas (copublicado por Los Ángeles Press)
En ocasión del centenario de la muerte de Franz Kakfa, uno de los escritores más enigmáticos y profundos de la República de las Letras, hoy comparto con los lectores extractos de un artículo que publiqué hace 20 años sobre este personaje, quien contrario a la leyenda urbana, no fue nada sombrío.
Franz era doctor en derecho y su tesis la dirigió Alfred Weber, hermano de Max. Fue un estudiante brillante y tuvo variados intereses académicos, entre ellos la química y la filosofía. Sus idiomas maternos fueron el alemán y el checo. Aprendió francés y fue un voraz lector. Entre sus autores favoritos estaban Gustave Flaubert, Charles Dickens, Miguel de Cervantes, Johan Wolfgang von Goethe, Friederich Nietzsche, Charles Darwin y Ernst Haeckel.
Durante sus años de estudiante organizó actividades literarias y sociales y promovió el teatro yiddish. Su vida personal, abreviada por una salud precaria, fue intensa, tanto en sus relaciones amorosas y de amistad como en su judaísmo. Desde muy joven soñó con emigrar a Palestina, sueño que no alcanzó a cumplir.
Ya graduado, trabajó en la compañía privada de capital italiano Assicurazioni Generali y en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia, cuyo territorio integra parte de lo que ahora es la República Checa, en donde era muy apreciado por su profesionalismo.
Horacio Goett recuerda que Franz “experimentaba injusticia a diario, cuando visitaba fábricas, o recibía hombres que quedaron discapacitados por el trabajo y luchaba con una burocracia que se las arreglaba para no compensarlos. Esta experiencia no sólo lo llevó a abogar por una interpretación amplia del área de aplicación de la ley de 1887 en sus escritos legales, sino que también impulsó poderosamente su trabajo literario".
Yo pertenezco a una generación marcada por La metamorfosis, El castillo, América y la Carta al padre. Cuando conocimos las Cartas a Milena y el gran Elías Canetti nos abrió las puertas a El otro proceso de Kafka, mi emoción fue tal que peregriné a la capital del arcano Reino de Bohemia para asomarme a la Malá Strana, mirar las aguas del Moldava desde el Puente de Carlos, estar a la sombra del Castillo de Praga, perderme en los figones de la calle Křemencova, beber en el U su Tomasu e invocar el espíritu de Franz en el cuarto que habitó en el Callejón de los Orfebres… Aventura en la que estuve a punto de perder la libertad.
Pero basta de nostalgias. En su centenario recuperemos a este joven escritor a quien muchos citan y pocos han leído. Aquí partes de mi texto del 2003:
Un agrimensor que debe llegar a un castillo al que supuestamente ha sido llamado a trabajar. Un castillo inalcanzable y una vida pueblerina que se llena de la existencia de un castillo y sus habitantes, condimentada con la llegada del forastero agrimensor, quien por otra parte, nunca logra llegar al castillo.
Este es en síntesis, el argumento de El Castillo de Franz Kafka, a quien se le ha considerado el depositario por excelencia de la imaginación... vecina cercana del absurdo, según una apreciación bastante generalizada, al extremo de que ha derivado en un adjetivo para describir situaciones incoherentes, despropósitos o extravagancias, así como una que otra obra o decisión del mundo de la política.
Los contertulios que se dieron cita jueves a jueves en la mesa de Manuel Buendía en “Las Mercedes” desde mediados de los setenta hasta mayo de 1984, utilizaban con frecuencia un cliché chocarrero para coronar sus análisis de los acontecimientos políticos: “Si Kafka viviera, sería un escritor costumbrista mexicano”.
Sin embargo en el extenso y denso prólogo a la novela en la edición en español de Porrúa, Theodor W. Adornorecupera la apreciación de Jean Cocteau en el sentido de que “la introducción de lo extraño en una obra bajo forma de sueño quita a lo extraño todo aguijón”.
Según Adorno, los pasajes tortuosos y complicados de El Castillo y de América hacen pensar en esa realidad tomada de sueños “que hacen temer al lector tener que volver a despertar”. Este aspecto complejo de la imaginación de Kafka parece mostrar una sencillez técnica en la que el escritor requiere de un sustrato de realidad para ponerse en contacto con un posible lector.
Sostengo que todos los autores, en mayor o menor medida, escriben para alguien, nunca exclusivamente para sí mismos. Lo sostengo particularmente en el caso de Kafka (aunque para probarlo tendría que adquirir habilidades de medium), porque su propio albacea literario nos ha dejado suficientes evidencias de ello.
En efecto, en algún lugar, Max Brod nos relata una conversación con su querido amigo en la que éste le da instrucciones precisas sobre el destino de sus textos. Uno o dos pueden ser publicados, le dice, pero otros (la mayoría) deben ser quemados al instante siguiente de su muerte. Brod responde que lo quiere profundamente, pero que en definitiva no piensa cumplir con tal instrucción.
Como supongo que Franz no habría estado tan enfermo como para no haber puesto él mismo sus papeles esa noche en la chimenea, deduzco que su verdadero y profundo propósito era limpiar su conciencia (“curarse en salud” dirían en mi rancho) y trasladar a su amigo la responsabilidad de dar a conocer la obra.
En adición al argumento sobre la realidad o verosimilitud de la obra, en El Castillo, más que en El proceso o en La metamorfosis, se hace presente la realidad de las historias que se entretejen a partir de la llegada del agrimensor al pueblo del castillo, con lo que se le da verosimilitud al marco de imaginación que significa la imposibilidad de la llegada al castillo.
Ello da paso a la naturalidad con que transcurren los días del forastero en el pueblo y entre sus habitantes, incluso sin que se mencione en largos pasajes la idea inicial de llegar al castillo.
El simbolismo en la obra de Kafka ha sido ampliamente estudiado. Se ha dicho que el castillo representa la inutilidad del esfuerzo humano o los esfuerzos del hombre por conocer la divinidad. Sin embargo, la percepción de una obra literaria como la de Kafka, desde esta óptica, se ve disminuida porque reduce considerablemente el valor de la creación de una obra tanto en la técnica como en el contenido.
Cierto que existen pasajes que parecen cuadros de fábula, como cuando Olga explica que la frase “que te vaya bien como a un sirviente” es una bendición entre los funcionarios, porque hace referencia al bien vivir de los sirvientes en el castillo, quienes parecen ser los verdaderos amos.
“Se dan cuenta de ello y en el castillo se comportan muy bien y con gran dignidad, me lo han confirmado muchas veces, y aquí abajo se ve a veces en los criados un resto de todo eso, pero sólo un resto, porque consideran que la ley del castillo ya no rige con ellos cuando están abajo, al menos totalmente y eso les transforma; son una pandilla de salvajes que ya no obedecen a las leyes sino que están dominados por sus insaciables instintos”.
La lejanía que adquiere el castillo y todo lo que en él habita, lo despoja de su carácter humano. La presencia de los sirvientes del castillo no hace pensar sino en las virtudes y defectos de los hombres, las primeras han de ser cultivadas y los segundos dominados: en ello reside parte de nuestra divinidad, el grado más alto de lo humano, lo que nos acerca a lo divino.
Mucho más importante me parece el sentido que adquiere en la obra de Kafka la imaginación, la locura, el sueño, el absurdo o lo surrealista, con un manto fuerte de realidad. Refleja el tipo de creación que la Europa que transita entre los siglos XIX y XX estaba preparada para asumir, aun con la novedad que esta obra significara. Esta afirmación me resulta más afortunada si contrastamos esta literatura con la producción latinoamericana que se inscribe en la corriente de lo real maravilloso.
Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier o Julio Cortázar no justifican el contexto de lo absurdo, simplemente lo presentan al lector. Un personaje que escupe conejos en el libro de relatos de Cortázar, Bestiario, no requiere presentación, justificación o marco, simplemente se hace la propuesta en bruto al lector.
A diferencia de El castillo, en “Casa tomada” de Cortázar, que también se incluye en Bestiario, la casa va hacia sus moradores, quienes deben ir reduciendo su espacio para cederlo a la amenazante casa. Simbolismo o ejercicio de imaginación, no importa; la forma de presentarlo al lector es diferente.
El alarde del absurdo que significa la vida en Macondo simplemente está allí. Quizá una de las mejores lecciones que nos dio la irrupción de este tipo de literatura es que las sociedades latinoamericanas tenían el adecuado nivel de maduración como para recibir y apreciar esta evolución de la narrativa.
Los escritores latinoamericanos confiesan ser hijos de la literatura europea y estadounidense, pero supieron dar a sus lugares de origen obras locales con valor universal. Con toda seguridad en este punto reside el valor del mismo Kafka, James Joyce, André Gide o Marcel Proust, quienes hicieron excelente literatura para sus sociedades, que significaron al mismo tiempo una revolución en el plano universal.
Refuerzo esta apreciación con los múltiples señalamientos que encuentro sobre Kafka como un ser torturado, enfermizo, solitario, depresivo y con una personalidad ansiosa que, como consecuencia, producía obras angustiosas y opresivas.
Sin embargo, la lectura y relectura de la obra de Kafka no parece sostener tales características esencialmente en una individualidad angustiada. Incluso me atrevo a suponer que la reclusión por la enfermedad genera una forzada imagen de solitario y torturado, pero no debe haberlo sido tanto, si sabía disfrutar tan ampliamente de la compañía femenina, lo que no cancelaba ni siquiera la enfermedad.
Resulta más consecuente considerar que la literatura de Kafka fue recibida por una sociedad sombría y angustiada, por una Europa que se debatía en múltiples guerras, hasta adquirir dimensiones trágicas en 1915 con el inicio de la Primera Guerra Mundial.
Mientras Kafka dirige su ejercicio de imaginación hacia una sociedad que puede soñar con castillos, en los que se requieren los servicios de un agrimensor, cincuenta años después los imaginativos escritores latinoamericanos se dirigen a una sociedad que lucha contra la pobreza, con su condición de dependencia política y económica, pero que se permite un gran espacio para la risa y la alucinación, incluso para reírse de sí misma.
Tengo la convicción de que el periodismo, como la literatura, sólo pueden florecer en el conflicto. Es decir, y para adelantarme a malentendidos, en las tensiones. No hay periódico o espacio noticioso en el mundo dedicado a informar que todo marcha en orden, de la ausencia de novedades o de lo positivo de la vida.Del mismo modo, hemos ganado nuestra herencia literaria gracias al conflicto, tanto en las historias que nos ofrece la narrativa como gracias a la personalidad de los autores que la han producido. ¿Kafka, un hombre medio, mesurado, tranquilo y buen ciudadano? Con toda seguridad no sería el autor de la obra que conocemos.
Solitario por enfermizo, tal vez. Genio creativo heredero del desencanto europeo, con toda certeza. ¡Vivan los problemas!
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