Por Miguel Ángel Sánchez de Armas (copublicado por Los Ángeles Press)
Alan Bennett es uno de los autores británicos más queridos, autor de celebradas obras teatrales como Habeas Corpus, Forty One Years On, Kafka’s Dick y The Madness of George III, del guión Prick Up Your Ears y las piezas televisivas Talking Heads y An Englishman Abroad.
Su trayectoria fue definida por un importante crítico de la siguiente manera: “Las obras de Alan Benett dramatizan el deseo humano de encontrarse a sí mismo y a su mundo a través de un lenguaje juguetón e inconveniente”.
Estos párrafos, que evocaron mi paso por las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras en el año dos-conejo, me dan pie para compartir un bocado de cardenal (literario) que queda como anillo al dedo en estos días en que parece muy apropiado aconsejar a una clase política que se va pero se queda y a otra que está en plena transmutación, practicar el vicio solitario de la lectura.
En esta novela corta—o cuento largo—que tiene como centro la lectura y el acto de leer, en lugar de una perorata como las que los bienintencionados asestan a los no lectores, Bennett crea una situación ingeniosa y divertida: pone a la reina Isabel, cerca de los ochenta años, a descubrir el placer de la lectura. Y da vida a un asistente, sir Kevin, como feroz burócrata guardián de la ignorancia y, por lo tanto, de la tranquilidad del Imperio, pues se echa a cuestas la tarea de intentar alejar a la soberana de los libros.
El texto de Bennett es una historia sin muchos recovecos, lineal, de escritura sencilla, que se lee fácilmente y de una sentada, lo que me recordó la trama de Los puentes de Madison, pero es muy ingenioso y supongo que aún más divertido para las masas de la pérfida Albión, cercanas a los usos y costumbres de la monarquía.
Casi por accidente, como ocurren muchas cosas importantes en la vida, la reina Isabel comienza a leer y su interés va en ascenso hasta convertirse en una obsesión. El autor parte de la premisa de que la reina, con la gran cantidad de compromisos políticos y sociales que debe atender, ha estado toda su vida ajena a la lectura. Desde el inicio propone algo que no es ficción: las personas que leen son extrañas, la gente desconfía de ellas, parece como que el influjo de los libros las lleva a actuar diferente o bien que viven en un mundo distinto y son poco confiables. ¡Mas para esto está allí el fiel servidor Kevin: para alejarla de esa mala costumbre!
Bennett recrea—más bien caricaturiza—a la clase política como no lectora e ignorante. En una recepción oficial, un imaginario presidente francés se alarma cuando la reina lo interroga sobre Jean Genet, de cuya existencia no tiene la menor idea, y con la mirada busca desesperadamente a su ministra de Cultura para que lo saque del aprieto.
Se plantea tan inusual que una cabeza de Estado sea lectora empedernida, que si lo hace en público debe ser con una lectura políticamente correcta, para no enviar un mensaje equivocado a los súbditos. Los publicistas del reino sugieren emitir un comunicado de prensa para informar que la reina “gusta de leer a los clásicos”, para justificar la elección del tomo a la vista.
Las figuras públicas parecen no tener derecho a leer por placer, pues como dice el lacayo sir Kevin, “tendríamos que asociar sus lecturas con una finalidad más amplia: la alfabetización del país entero por ejemplo, o mejorar el nivel de lo que leen los jóvenes”. De otro modo, una reina que lee se percibe como “no disponible”, como “egoísta”.
Todo, lo que se lee y lo que no, tiene una interpretación política. Cuando la reina intenta modificar su imagen en televisión y propone aparecer con un libro en la mano, de inmediato se le cuestiona sobre el título a seleccionar. Ella elige un poema de Thomas Hardy titulado "La convergencia de dos" que habla del encuentro del Titanic y el iceberg. Mas el primer ministro, nada divertido, advierte que es un mensaje que no puede suscribir el gobierno, pues al público no se le puede permitir pensar que es imposible controlar al mundo. “Es un camino que conduce al caos, o a perder las elecciones… que es lo mismo”.
Este tipo de pasajes puede mover a risa por la exageración, pero el escritor, que se ha movido en los medios, sabe que son interpretaciones que hoy en día están a cargo de “asesores políticos”: algunas son descabelladas y otras no, ya que vivimos en un mundo de percepciones donde no importa mucho lo que ocurre sino lo que se piensa que ocurre.
Sacarse de la manga el título de “La Biblia” cuando le preguntan a alguien sobre sus lecturas, especialmente cuando éstas no existen, es un recurso común y Bennett lo retrata de manera divertida. Es la respuesta que da un súbdito cuando la reina le pregunta qué está leyendo. Se trata de una salida fácil porque en Inglaterra casi todo mundo tiene un ejemplar en casa. La trama no es un secreto para nadie y es difícil someter a prueba al supuesto lector.
Una imagen afortunada que consigue Bennett sobre el acto de leer es cuando la reina cae en la cuenta de que a los libros no les importa quién los lee: lo mismo puede hacerlo una emperadora que los plebeyos del reino. En la lectura no caben monarquías. “La lectura es una mancomunidad, las letras una república”, piensa el personaje-reina cuando descubre el significado de la expresión República de las letras: los libros no se someten. “Todos los lectores son iguales y eso los remonta al comienzo de sus vidas”.
Bennett llama la atención sobre algo que casi todos hemos experimentado: lo insulso de los discursos políticos. Excepto algunos que ha recogido la historia, e independientemente del partido o del puesto, casi todos suenan igual, porque la naturaleza misma de sus fines hace que sean textos directos, referenciales, escritos sin imaginación y creatividad.
En la narración de Bennett, la reina, embarcada en el proceso de apreciar la lectura, “tuvo conciencia de lo tediosas que eran aquellas bobadas que debía pronunciar […] «mi gobierno hará esto… mi gobierno hará lo otro»: estaba tan zafiamente redactado y tan desprovisto de estilo o de interés que pensó que el acto mismo de leer aquel texto era degradante”.
Para quienes ya tienen el execrable vicio de la lectura, asomarse a los hábitos recreados en la narración de Bennett es ingenioso y atractivo. Primero—como decía Edmundo Valadés—“poder leer es ya no volver a estar solo”, es disfrutar de esa paz que sólo aprecian quienes han aprendido a tener como buen compañero a un libro.
Segundo, que leer es algo que podemos hacer sin ninguna finalidad concreta, sin justificación ni meta, sólo por el disfrute de recorrer la vista sobre las letras y nadar en el placer de conocer otras vidas y otras realidades; experimentar la emoción de elegir un libro y dejar que los libros nos sorprendan; leer varios libros a la vez, pues quienes se han dejado atrapar por la lectura saben que “confundir un libro con otro” sólo es un pretexto de quienes no leen.
Se tiene la idea de que leer “es bueno” en forma genérica. Esta ventaja se asocia con la adquisición de conocimiento, pero se piensa que es la acumulación de datos, fechas o acontecimientos. Casi nadie ubica el provecho en términos del conocimiento de sí mismo; es decir, de conocer a la humanidad a través de muchos de sus ejemplares.
A medida que la reina va leyendo surge otra necesidad, la de escribir sus propias impresiones acerca de lo que lee. Una noche descubre que “no pones la vida en los libros, la encuentras en ellos”. Esto lo refiere de una forma parecida Jean Paul Sartre en Las palabras, libro en el que describe cómo llegó a la lectura, en forma muy temprana por cierto, pues aprendió a leer a los cuatro años y la enorme biblioteca del abuelo lo condujo al mundo de los libros.
Dice Sartre: “Se despedían nuestras visitas, yo me quedaba solo, me evadía de aquel cementerio trivial, iba a reunirme con la vida, con la locura en los libros. Me bastaba con abrir uno para descubrir en él ese pensamiento inhumano, inquieto, cuyas pompas y tinieblas superaban a mi entendimiento, que saltaba de una a otra idea, tan rápidamente que se me escapaba cien veces por página, y aturdido, perdido, dejaba que se fuera. Los personajes surgían sin avisar, se amaban, se peleaban entre sí, se degollaban mutuamente; el sobreviviente se consumía de pena, se unía en la tumba con el amigo o con la tierna amante que acababa de asesinar”. Ésta es la enorme y valiosa oportunidad que nos dan los libros, la de vivir—con la lectura—vidas que nunca tendremos.
En las críticas o reseñas sobre el libro de Bennett he encontrado que se destaca la reverencia por la lectura combinada con el reconocimiento al ingenio de retomar a un personaje de la vida real—¡y qué personaje!—e imaginar cómo sería su camino de Damasco hacia el hábito de leer, lo cual es una interpretación que da para mucho.
Pero en mi lectura encuentro relevante la agudeza con la que observa las costumbres de los personajes políticos: el acartonamiento de sir Kevin, la necesidad compulsiva de dar una imagen, la ignorancia de muchos personajes de la vida pública y la gran necesidad de la población de que esos rituales se cumplan puntualmente.
El final es sensacional. No lo delato. Sólo apunto que la reina rescata su vida de lectora y queda la insinuación de que, al igual que su ilustre antecesor que prefirió el amor y cedió el trono, ella también abdicará para seguir un camino elegido.
Ésta es otra de las ventajas de la literatura: no es una ecuación matemática y las lecturas pueden ser muchas, tantas como lectores haya. Dejo hasta aquí mis impresiones sobre Una lectora nada común, para evitar el riesgo de que resulte un texto más abultado que el propio libro que comento. Y ofrezco un postre: unas líneas del poema mencionado de Hardy:
Comments