Por Miguel Ángel Sánchez de Armas (copublicado con Los Ángeles Press)
“¿A dónde irá ese perro con tanta prisa?”, me pregunté. “¿Qué asuntos urgentes tendrá?” En el tope coincidimos. Se detuvo; cruzó la vía y se perdió.
Los niños y los perros hablan el mismo idioma y Tribilín encontró una ventana abierta y una cama para no dormir a la intemperie.
En una tienda de mascotas adquirí para mi hija una bolita de pelo con ojos, garantizada libre de pulgas y enfermedades que, en poco tiempo, se transformó en el perro más bobo del mundo.
Por la recta que lleva a Perote, la carretera con más topes por metro lineal en Veracruz y muy probablemente en el mundo, vi a un perro muy serio que trotaba de prisa. Era un streeter-cruzado-con-callejero de pelambre grasiento decorado con costras de lodo aquí y allá.
El rabo mordisqueado y una oreja gacha me dijeron que era un rudo entre la jauría del rumbo. Sin embargo, algo había en su porte que me cautivó. Era, ¿cómo decirlo?, cierta altivez, un aire de firmeza y seguridad y una mirada inteligente y reflexiva.
“¿A dónde irá ese perro con tanta prisa?”, me pregunté. “¿Qué asuntos urgentes tendrá en una mañana de sábado?” En el tope coincidimos. Se detuvo con las patas delanteras sobre la joroba, el morro en alto, la cabeza ligeramente ladeada. La oreja gacha, trozada por mitad, se agitó en la brisa. Nuestras miradas se encontraron y entonces, seguro de que no le echaría el auto encima, cruzó la vía y se perdió en una calle polvorienta.
Ese encuentro me recordó que he conocido a muy pocos perros en mi vida. A resultas de la revolcada que me dio una vieja dálmata en casa de mis abuelos paternos, durante años la vista de un chucho, así fuera lejana, me paralizaba de miedo. Absurdo, lo sé, pues invariablemente en los animales no despertaba yo ninguna reciprocidad o interés.
Pero infancia es destino y las primeras emociones son como hierros candentes que cicatrizan la conducta. Este fue el episodio: tendría yo tres años y me paseaba con la felicidad propia de la infancia por el gran patio de la casa con una salchicha que provocó el interés del viejo, chimuelo y casi ciego animal. Se acercó, olfateó el bocado, dio una suave tarascada y engulló la salchicha con todo y mi mano. Grité. La perra se espantó y quiso correr pero no me soltaba. Apareció el abuelo. Volaron cintarazos. Llegó la abuela con el “¡Jesús!” y el “¡Santísimo!” en la boca. Me rescataron. La perra fue enviada al exilio. La salchicha se perdió en el ajetreo y yo me quedé con un terror a los canes que tardé más de medio siglo en superar.
De mis escasos encuentros perrunos, tengo algunas memorias divertidas y otras sobrecogedoras.
Hace como cien años, en uno de los ranchos norteños en donde transcurrió nuestra infancia, mis hermanos y yo adoptamos a Roldán, el pastor alemán de un vecino.
Lo rebautizamos Tribilín y durante algunos días lo alimentamos de lo que mi madre ponía en la mesa. La pobre, que a diario batallaba para estirar un magro gasto, se puso como basilisco cuando se percató de que no era nuestra saludable hambre la que desaparecía las vituallas y salimos de la casa, niños y perro, a escobazos.
Pero los niños y los perros hablan el mismo idioma y en las noches siguientes Tribilín encontró una ventana abierta y una cama para no dormir a la intemperie… Hasta el domingo en que mis horrorizados padres descubrieron a su camada abrazada al perro que, lo juro, roncaba.
Con el tiempo crecí y me casé. Una madrugada después de una juerga descubrí en la cochera a una famélica y asustada perrita y en un arrebato la adopté y la llevé a casa… Con los resultados que imaginará el lector. Yo tuve más suerte que el animal, pues dormí en el sofá.
Luego fui padre de una hijita y un día la hijita quiso un perrito. En una tienda de mascotas adquirí por una cantidad obscena una bolita de pelo con ojos, garantizada libre de pulgas y enfermedades contagiosas que, a la manera de la película Gremlins, en poco tiempo se transformó en el perro más bobo del mundo y en una nauseabunda máquina de lamer. Y, al tiempo, llegaron los reemplazos, mismos que terminaron sus vidas perrunas muy contentos, repoblando comarcas enteras en Veracruz y en Puebla.
Pasaron los años. Un domingo por la mañana, sobre la autopista a Cuernavaca, un chucho corrió entre los coches en el momento en que yo aceleraba la motocicleta y quedó paralizado en la trayectoria de 450 kilos de metal y conductor. No fueron más de tres segundos. Lo vi aplanarse sobre la panza. En su mirada, que se trabó con la mía, apareció un espanto de muerte, una visión del fin del mundo. En la siguiente escena voy patinando sobre mi costado izquierdo con el casco chirriando en el asfalto, la motocicleta vuela fuera de la carretera y el perro va rumbo al Olimpo de sus antepasados.
Otra tarde, circulando por una vía congestionada, de entre una milpa a la orilla del camino aparecieron tres perros enormes que corrían y brincoteaban en una extraña danza erótica. El que iba a la cabeza hizo una cabriola, tomó tierra y se aventó en la trayectoria del auto, su mirada fija en mí, los belfos hinchados, la lengua de fuera, todo él una expresión de júbilo. Quedó atorado en la defensa y lo arrastré un trecho antes de lograr orillarme. Como salió corriendo a toda velocidad mi conciencia se tranquilizó. Espero que se haya recuperado.
También he sido agredido por estos acólitos de San Roque. Una noche, en un restaurante de postín parisino, un diminuto y perfumado braco me estuvo gruñendo y mostrando los colmillos cada vez que su dueña se descuidaba. Y en uno de mis anteriores empleos aún se rumora que yo fui responsable por omisión del deceso de la Pelusa, compañera del Canelo. La pobre quedó en calidad de calcomanía cuando se rehúso a darle el paso a un camión materialista. ¿Mi pecado? No haber prohibido el paso de las trocas a la obra en construcción. ¡Válgame Dios!
No entiendo cómo fue que destapé la Caja de Pandora del mundo canino. Parece que el amor a los perros es más intenso que el amor por la justicia.
“¿Cómo es posible que le tengas miedo a los perritos, si son lo más lindo del mundo?”, exclamaba con tono acusatorio mi cuata A.B., la que tiene un doctorado en ciencia política.
Cuando le recordé que un Rottweiler destazó a su dueño, que están documentados casos de Dóberman que se almorzaron a los bebés que debían cuidar y que, en Rebelión en la granja, la novela breve de George Orwell el verraco Napoleón utiliza a los mastines que secuestró cuando cachorros para oprimir a los demás animales de la granja, respondió con un mohín de fastidio: “¡Ay .. tú siempre tan exagerado!”
De vez en vez, en las reuniones sociales o académicas, algún conocido me detiene y con ojo entrecerrado y voz silbante quiere saber si realmente lancé los 450 kilos de mi motocicleta contra un indefenso perrito en la carretera a Cuernavaca. Pone ojos de plato cuando digo que así fue y alza los hombros con desdén al escuchar el tímido colofón de mi aventura: tres meses con un cabestrillo y una fortuna en medicinas y rehabilitación.
El colmo fue B.K. Luciendo la más brillante de sus sonrisas me extendió un libro de Manuel Benítez Carrasco y con ironía afilada cual estilete de Capeto apostrofó, “Pues, nunca he sabido que a un periodista alguien le haya escrito un poema… ¡Como sí ha sucedido con los perros!”:
Con una pata colgando
-despojo de una pedrada-
pasó el perro por mi lado.
Un perro de pobre casta.
Uno de esos callejeros
pobres de sangre y de estampa.
Respondí que estaba equivocada. Que en la poética popular bardos hubo que cantaron a los informadores. “¿Ah sí?”, contestó. “¿Cómo quién?” Me exprimí el seso y sólo recordé las formidables estrofas de Guillermo Aguirre:
En torno de una mesa de cantina,
en una noche de invierno,
regocijadamente departían
seis alegres bohemios…
Ella examinó sus cuidadas uñas y sin mirarme, respondió: “Sí, claro. Ustedes los periodistas… son… medio… bohemios, ¿verdad?”
Me di cuenta de que era imposible ganar y acepté que en el poema de Benítez hay al menos una estrofa con imágenes afortunadas, aquella que reza:
Y adiós la desconfianza.
Que ya se tiende a mis pies
a tiernos aullidos habla,
ladra para hablar más fuerte,
salta, gira, gira, salta,
lloran, ríen, ríen, lloran
lengua, orejas, ojos, patas,
y el rabo es un incansable
abanico de palabras.
Y desde luego que es mérito de condigno, si esta condición se puede aplicar a un poeta, que imagine un cielo de los perros en donde un San Roque recibe a los gozques y los recompensa por los sufrimientos en su valle de lágrimas:
Para ti… un rabo de oro,
para ti… un ojo de ámbar;
tú tus orejas de nieve; tú, tus colmillos de escarcha.
Tú… tu muleta de plata.
Estoy deprimido. ¡Protesto! Sólo quise documentar mi escasa relación con el mejor amigo del hombre. No me merezco un trato así. Quizá deba regresar al columnismo político. Entonces nadie se metería conmigo.
Pero no puedo dejar de preguntarme: ¿A dónde van los perros?
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